domingo, 24 de julio de 2016

El deleite también es femenino

                                                                           
dibujo; Dori Agudo

         Durante mucho tiempo, cuando empecé a trabajar con 18 años en un Centro de Farmacia —con plantilla exclusivamente de hombres (veinticinco; y yo la única mujer)—, tuve que soportar el indecente empapelado que adornaba las paredes de la oficina: todo pósters de chicas ligeras de ropa (en el mejor de los casos) y desnudos totales (en su mayoría). De nada sirvieron mis quejas ante semejante provocación, cutrería y falta de ética: aquello formaba parte del deleite masculino y había que tragar. «Vaya mojigata que se nos ha colado aquí», eran los comentarios que adivinaba entre dientes, amarrados a mis días y mi rubor. A mí no es que me asustara aquello, ni mucho menos, pero resistir ocho horas detrás de una mesa, máquina de escribir, listado telefónico de farmacias y tomando pedidos en medio de semejante desfachatez, la verdad, es que no me resultaba agradable.

         Un día, sin embargo, expuse mis quejas al encargado, haciendo valer mis derechos como trabajadora, y como mujer. Increíble. Lo único que conseguí fueron unas recomendaciones al oído, sin testigos, con sorna y alevosía, que atajé de manera dialéctica y denuncia por escrito ante el Jefe Supremo. El susodicho encargado me insinuó (en toda mi cara) que yo lo que tenía que hacer era alegrar la vista a mis compañeros de trabajo con mi presencia y arreglo, y, a ser posible, tomar un café de vez en cuando con los dependientes de farmacia que no rezaban en nuestra lista de clientes.
           Una vergüenza, vaya (incluso en aquellos tiempos de ignorancia machista).

        El caso es que el Gran jefe (aunque no me lo dijo) debía pensar lo mismo que su encargado, porque nunca contestó a mi escrito-queja. Visto el panorama, lo único que se me ocurrió fue encarar batalla con las mismas armas, hacerme hueco en las paredes de la oficina y sumarme al deleite visual con el que mis compañeros endulzaban su rutina (aquí, o todos moros o todos cristianos, pero discriminaciones las justas, pensé). No recuerdo de dónde saqué aquellas fotografías de tipos estupendos, musculosos, viriles, machos y todo lo que a esa gentuza de impotentes reprimidos les faltaba.
      Las exultantes diferencias físicas entre los modelos de papel y los hombrecillos de a pié debieron quemar lo suyo, porque, una semana después de que yo colocara a mis hombres entre sus mujeres, las paredes de la oficina se quedaron en bragas: ni una imagen de chicas-posters; ni en topless ni con túnicas, nada. Las quitaron todas.
        Entonces, y solo entonces, retiré mis adorables ´Sansones´ de las miradas silenciosas y escurridas de mis compañeros de trabajo; tampoco era plan de enfrentarlos a sus miserias.
         Todo se resolvió y, desde entonces, el espíritu de trabajo, la dignidad humana y el buen tono entre los sexos, reinó para siempre jamás entre aquellas paredes limpias. Yo no sé si con ello contribuí un poco a la reivindicación femenina (que no feminista) de que a las mujeres también nos gusta recrear la vista, y no por ello hay que demostrarlo de forma tan poco elegante. Permítase esta imagen que acompaña el escrito con la que he querido reivindicar que el deleite también es femenino en una época donde a una parte de la humanidad se le permitían ciertas licencias sexistas, mientras que a nosotras (las mujeres), en las mismas circunstancias, se nos tachaba de frívolas (en el mejor de los casos) o de putas (en la mayoría de ellos).





A LOS BUENOS ENEMIGOS LOS ELIGES TÚ

          Enemigos se pueden tener muchos: solapados, escondidos, de esos que te saludan con una palmadita en el hombro, a lo fino…, pero que al volver la esquina te ningunean y luego se olvidan de ti. Esos no rentan, no sirven; son pocos y cobardes.
          Los buenos enemigos, los que de verdad merecen la pena, esos, los tienes que elegir tú. Sí, por ejemplo, llevas tiempo endemoniado/a con alguien, alguien de quien no te acabas de fiar, de esos que hoy te dan fresitas y mañana limones; de los que te hacen dudar si no eres tú el que quiere ver donde no hay… Y un día vas y te enteras (porque te enteras) de que te la está jugando de forma mezquina y ruin. Y que, además, ya ni siquiera da la cara.
           ¿Cómo se te queda el cuerpo? Pues chungo, claro. Entonces, lo primero que tienes que hacer es escupir saliva entre los dientes, y añadir: «Me tienes hasta los cojones». Y vas y le lanzas una bola gorda, gordísima, de esas que no se preste a equívocos; una bola de las que lo encoja, lo arrugue, lo desencaje, lo saque de sus casillas. Que sepa que no le tienes ningún miedo, que ahora eres tú quien lleva las riendas. Lo esperas en la puerta, porque a los buenos enemigos se les espera en la puerta, y cuando te asegures de que le hizo pupa el dardo (como a ti te hicieron pupa los suyos), es cuando la guerra se puede dar por inaugurada: «Alea iacta est». Y, ojo, que en la guerra vale todo; todo menos echarse atrás, pedir disculpas o explicaciones. Y cuando tu enemigo sea lo suficientemente bueno
como para obligarte a entrenar más, a buscar nuevas armas de combate, a mantenerte en forma, limpiar el fusil y engrasar los guantes, sabrás con quién te las gastas. Pero, sobre todo, y por encima de todo, que a él también le quede claro quién eres tú.
          Y si ves que tu enemigo es tan hábil como para vencerte, procura ignorarlo; y si no puedes, que no te afecte; y si te afecta, que no se note.





¿ESTAMOS LOCOS?

          Llevo un tiempo observando situaciones que me ponen los pelos como escarpias. ¿Qué pasa con los adultos?; estas personas que tienen niños a su cargo y se embarcan cada vez más en la rueda del consumo, del pluriempleo, del trasnochar (embebidos con la tele o el ordenador) y que luego van por el mundo desencajados porque el día les aplasta...
    
        (Papá)—Niños, hoy comemos en el McDonald´s
        (donde las patatas fritas no es que tengan sal, es que las rebozan en sal).
       (Niña con tres años) — Mamá, me hago pis.
        (Mamá) —Mira, cariño, ahí está el servicio, anda ve tú solita, que yo estoy molida.
       «Pero..,¡¡¡Señora!!!, levante el culo y lleve usted a la niña, que se va a sentar en el váter y usted no sabe si está lleno de orines. ¡¡¡XDDD!!!».
        (Mamá)—¿Habéis terminado, chicos? Pues esta tarde, nos vamos a la playa (hala, sin sombrilla, sin gorras para el sol, sin bronceador…).
      (Otra mamá): A ver dónde os dejo esta tarde, que tengo ensayo con la Coral. Oiga, ¿usted se puede quedar con mis niños hasta las diez? Bueno, hasta un poco antes, que mañana tienen cole y no sé yo si será muy tarde para bañarlos y darles la cena.
      —Pero, señora ¿cómo me voy a quedar yo con sus hijos si ni siquiera la conozco?
     —Es que mi marido ha quedado para ver el fútbol, además, él no tiene paciencia.

        Lunes por la mañana: —Este niño tiene fiebre.
      —Pues, métele un chute de medicina y te lo llevas a la guardería, que yo tengo que trabajar, a ver, si no, ¿quién va a pagar los coches, el chalecito, las vacaciones en París, la ropa de marca, el barquito  que tenemos en el puerto y el apartamento de la playa?…
               
        «Y no sigo porque se me están inflando las escarpias…».





EL DÍA DE LA MARMOTA

         No me resisto a contarlo
        Me ocurrió hace poco. Uno de esos días en los que acudí a una jornada, reunión, encuentro o como queramos llamar al hecho de que un conjunto de personas aparquen sus quehaceres cotidianos y decidan formar parte de un acto público.
        A lo que voy…
       Yo ya sabía de qué iba la cosa —voy todos los años—, de manera que opté por quedarme de pie en la parte de atrás –mejor perspectiva y mayor posibilidad de escapar si aquello se ponía pesado.

        El caso es que andaba yo mirando cómo colocaban el micrófono en la mesa de los ponentes (y las “ponentas”,que diría doña María Teresa Fernández de la Vega) cuando se me acerca un vecino, cámara de televisión al hombro, me planta dos besos —de los que no echan raíces— y añade en tono despectivo: «El día de la marmota». «¿Nos ha llamado marmotas?»..., pensé. A partir de ese momento, no es que yo viviera sin vivir en mí, pero casi.
        Terminado el acto, me fui con la amarga sensación de que todavía existen hombres que, en presencia de un colectivo femenino, lo único que ven es un rebaño de cabras con tetas.

        Se lo conté a mi hija y se echó a reír: —Mamá —me dijo—, El día de la marmota es una película. En realidad se llama «Atrapado en el Tiempo», y el protagonista tiene la impresión de que siempre le ocurren las mismas cosas.
        Vaya, qué ignorante soy (me digo).
        Ahora lo que me preocupa no es que me llamen marmota, sino cosas más serias, como toparme con otro reportero (masculino y singular), que los días se me vuelvan monótonos o quedarme sin tetas.





DE ESPEJISMOS TAMBIÉN SE VIVE

          No sé tú, pero yo, si abro un día la puerta y me encuentro con semejante espejismo, es que dejo que se me peguen las lentejas del tirón. Y no es el traje —un detalle— (vista la informalidad en la vestimenta con la que nos pavoneamos de modernos...). Tampoco es la pajarita, un accesorio que sólo debe lucirse si el formato concuerda con la sonrisa (en este caso, ni pintada).

         Vamos con la flor (que tiene su aquel). Los más eróticos incluso sacarían sus conclusiones acerca de la posición, tamaño y oferta (digo yo que las señales están para interpretarlas...). ¿Y el lacito? ¿Qué me dices de ese lacito rojo anudado bajo las hojas?
        ¡Huy!, sin duda, el lacito promete… ¿Sorpresa adicional? Quién sabe… Eso sí, no antes de…, ni después de.., sino, además de (que sería lo suyo). Nótese la posición de la mano izquierda, apoyada con toda convicción en el quicio de la puerta, como diciendo: «¿Me esperabas, nena? Pues aquí me tienes». Jo, y te dan ganas de mandar las gestiones del banco a paseo, dejar que el polvo se acumule sobre los muebles y que se apolille el jefe y el trabajo.

        Ains, nada, nada. Que sólo es una foto de ojillos picantes que encontré por ahí. Pero mira, a falta de otras guindas, me la voy a colocar de fondo de pantalla; dicen que de espejismos también vive el hombre. ¡Y LA MUJER!
PD: "¿Por qué será que todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda?

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